Ilie Badita es un músico rumano que trabaja de lunes a domingo en las calles de Bilbao; con el dinero que reúne logra sobrevivir y mantener a su esposa
Ilie dice que ha dejado de contar los años que lleva en Bilbao. También dice que está cansado y enfermo, que tiene 70 años de edad, que es padre de cuatro hijos y abuelo de cinco nietos. Que vive solo y que ha olvidado, o finge olvidar, el mes y el año que aterrizó en Euskadi. Lo que no olvida son las razones que le obligaron a abandonar su país, Rumanía, y a dejar a su familia: buscar un buen trabajo, mejores días, un futuro.
Son justo las 16:45 cuando Ilie llega despacito jalando un parlante con su mano izquierda. Sobre su pecho cuelga un acordeón granate con unas correas negras desgastadas y en su mano derecha lleva una caja de madera vacía. Con desgana hace a un lado las colillas de los cigarrillos, coloca su acordeón en el piso, acomoda el parlante, y la caja de madera que le servirá de butaca. Con sus pies flacuchentos limpia la basura que ha quedado sobre su frío escenario: el trozo de acera junto al escaparate del Corte Inglés.
Antes de comenzar con su actuación fuma el primer marlboro de la tarde y cuenta, en un castellano enredado, que siempre fue músico y que cuando era joven tocó en bares, restaurantes, en fiestas. Solo sabe tocar el acordeón. Aprendió a entonarlo cuando tenía diez años y luego perfeccionó la técnica en un instituto en donde estudió música.
“Mis hijos también tocan instrumentos, el violín y el acordeón”, cuenta mientras inhala el humo del cigarrillo. En su rostro se ha dibujado la primera sonrisa de la tarde. Pura melancolía. Ilie siempre sonríe al recordar a su esposa, sus hijos y sus nietos que se quedaron en Rumanía.
En su país tenía un grupo musical, trabajaba tres días a la semana. Con lo que ganaba pudo pagar el conservatorio para que sus hijos aprendieran música, mantenía un hogar, cuidaba a su esposa. Pero en 1989, tras la muerte del presidente Nicolae Ceaușescu, el dinero comenzó a faltar, el trabajo era escaso, su esposa enfermó. La desesperación lo invadió y la solución fue salir. Su país lo expulsó.
Viajó en busca de un futuro. Tenía un acordeón, una maleta, ilusiones, deudas. Primero aterrizó en Francia y se quedó cinco años, hasta que tuvo problemas de deportación con el Estado; contaba con un certificado de enfermedad que le permitía trabajar libremente en el metro de París, pero el certificado caducó y fue detenido. Dejó Francia y llegó a Euskadi. Desde ese día trabaja de lunes a domingo en las aceras de Bilbao. Cuando la gente es menos indiferente, reúne entre 40 a 50 euros, con ese dinero paga el alquiler de una habitación, come y envía dinero a su esposa.
“Tocar el acordeón es tan difícil como las matemáticas y vivir de esto también lo es. Ahora más porque estoy enfermo, cansado y solo”. Ilie esconde su cara y sus lágrimas. So voz se quiebra y confiesa: “En dos semanas me regreso a mi país y no pienso volver. Me he cansado de todo esto. Necesito estar con mi familia”.
Son justo las 17:30. La calle está repleta de gente con bolsas en sus manos. Ilie, dueño de cinco acordeones, de unas escasas barbas blancas e incontables arrugas, bebe un poco de agua, se coloca el acordeón y comienza a tocar. Sus palabras por hoy se han acabado y con ellas su historia. Ilie ya no tiene razón para quedarse, en dos semanas el trozo de acera junto al escaparate del Corte Inglés ya no tendrá sonido.