Padre de una familia de músicos dispersa por Europa, Gheorge Ilie lleva doce años tocando el acordeón en las calles de Bilbao.
Aunque el parón futbolístico de todas las navidades relega a cuadrillas, alirones y hasta al espíritu rojiblanco más acérrimo durante dos semanas, el himno del Athletic sigue respirando en el fuelle de uno de los acordeones más internacionales de Bilbao. Con un repertorio que hila el himno de los leones con tangos o canciones de Sinatra, Gheorge Ilie (Rumanía, 1945) lleva más de doce años poniendo música a las idas y venidas de los habitantes de la ciudad. «En mi país yo era el ‘number one’», asevera reteniendo en su memoria los mejores momentos de su carrera profesional en Pitesi, su ciudad natal.
Tan pronto como termina de comer algo en su piso compartido del barrio bilbaíno de Basarrate, Ilie, como prefiere denominarse frente a sus cinco compañeros de piso y amigos para evitar confusiones, arma su austero set de actuación para otra jornada de trabajo. Sobre su carrito de dos ruedas posa un pequeño amplificador, del que se ramifican el resto de menesteres y utensilios fundamentales: un paquete de pañuelos, su riñonera, tabaco y unos gusanitos. Nada comparado con sus años de bonanza en Rumanía, donde logró ser un ocupado músico profesional junto a su banda.
Hijo de una familia humilde de músicos, su padre le obsequió con su primer acordeón cuando tenía nueve años. Ya con diecisiete, tras pasar por la única escuela que ha conocido, la de música, Ilie se había convertido en un disciplinado y diestro acordeonista. «Ganaba mucho dinero», recuerda a propósito de sus ajetreados fines de semana junto a su agrupación en bodas y bautizos. «En Rumanía no hay boda sin acordeonista. El músico es un personaje omnipresente en cada parte de la ceremonia, hasta cuando se viste a los novios», asegura despertando la bonanza de la que gozaron él, su mujer y sus cuatro hijos.
Con el acordeón en una mano y susodicho armatoste en la otra, Ilie Gheorge abandona todos los días su hogar e invierte siete horas del día poniendo banda sonora a las inmediaciones de El Corte Inglés. Con solo una mirada cómplice que algunos colegas africanos le lanzan desde lo lejos, el veterano ambulante logra hacerse un hueco entre paraguas, camisetas de Messi y la puerta de los grandes almacenes, rebosante en fechas navideñas. «Consigo entre 40 y 50 € al día», calcula introduciendo las primeras monedas recaudadas en su riñonera y encendiendo un cigarrillo.
En relación con el revés que sufrió su carrera en Rumanía, Ilie no duda en señalar una causa fundamental. «En 1989, con la muerte de Ceaucescu, todo cambió a peor. La música no fue una excepción, y el estilo de siempre se quedó viejo para la sociedad rumana», narra con gesto estoico. «De pronto, la gente quería otro estilo de música y yo me quedé sin trabajo, por lo que decidí marchar de mi país dejando allí a mi familia. Cualquier cosa por ayudarles», lamenta con resignación y orgullo a la vez. Hoy en día, esa última premisa rige también la vida de sus cuatro hijos – tres varones y una mujer – dispersos entre Bélgica y Alemania recaudando dinero con su acordeón.«En febrero nos reunimos todos los años en Rumanía y pasamos ahí dos o tres meses para estar todos reunidos y ayudarnos con lo que podemos. Después de todo, seguimos siendo una familia», expone el músico echando mano de una foto familiar que guarda en su cartera.
LEY EN LOS TALONES
La jornada de Gheorghe Ilie prosigue casi paralela a la del resto de vendedores y artistas callejeros. «Por suerte, aquí yo nunca he tenido problemas legales con nadie, ni con la Policía ni con ningún ciudadano», declara mientras sus vecinos vendedores se retiran a tiempo por la presencia policial. No siempre ha sido así. Hace quince años su condición de inmigrante irregular casi le costó el traslado forzoso a su país. Entonces estaba en Paris, primera parada de su éxodo en pos de una vida mejor, capital donde vivió un lustro tocando en el metro.
Para eludir la deportación contó con la ayuda de un médico compatriota que estampaba su firma en un certificado de enfermedad cada vez que las autoridades lo exigían. Tan pronto como su cómplice abandonó Francia, la picaresca no pudo prolongarse más y el músico fue detenido. «Me querían deportar», lamenta Ilie cuando reconstruye ese episodio, «pero cogí un buen abogado, muy caro, y puse una denuncia contra el Estado», exclama orgulloso al rememorar el juicio del que salió victorioso. Apenas liquidó su aprieto con la justicia gala cuando este músico trotamundos decidió cambiar Francia por España, país que atravesó de sur a norte hasta acabar en el Euskadi. «Me encanta Bilbao y el País Vasco, me han tratado muy bien y la gente es muy generosa», agradece mientras recibe una de las últimas monedas del día, correspondiendo con una felicitación de año nuevo.